Así parece entenderlo parte de la población, como señalan algunos autores, refiriéndose a China. Según ellos, “el confinamiento masivo dibujó una historia de éxito”, la disciplina confuciana se ha medido con la democracia liberal, porque en tiempos de tribulación el miedo hace preferir la seguridad a la libertad. Pero ¿es acertada esta creencia? ¿El proceder del Gobierno chino ha sido realmente una historia de éxito? ¿Para proteger las vidas es preferible un sistema totalitario a la democracia liberal- social? ¿Es más seguro?
Podría responderse que una vida sin libertad no merece ser vivida, pero esto suelen decirlo quienes tienen la supervivencia bien asegurada. No es extraño que los que temen por sus vidas estén dispuestos a seguir normas que pueden ayudarlos a conservarlas. Sin duda, es por la ley de la razón por la que, según Hobbes, estamos dispuestos a sacrificar parte de la libertad natural y aceptar las leyes positivas. Pero incluso hablando de la pura vida biológica, al estilo de Hobbes, no ya de la vida biográfica, ¿la protege mejor el totalitarismo autoritario que la democracia, sea liberal o liberal-social?
Según se dice, hay tres culturas en lo relativo a la defensa de la privacidad y la de la disciplina: la asiática, con China como uno de los extremos (sistema disciplinario); la europea, que insiste en la privacidad; y la americana, más laxa.
En lo que hace al supuesto éxito chino y a las ventajas de la cultura confuciana existen diversos relatos, pero considero sumamente elocuente la narración del disidente chino Xu Zhangrun, profesor de Derecho en la Universidad de Tsinghua que, en 2018, publicó una crítica al Partido Comunista Chino y a Xi Jinping, su secretario general, previniendo contra el gobierno de un solo hombre. Durante 2018 publicó trabajos críticos. En 2019 fue separado de la enseñanza y prohibida la publicación de sus escritos pero continuó desafiando al régimen, la última vez online el 4 de febrero de 2020, a raíz del coronavirus.
En un artículo titulado “Viral Alarm” narra cómo en los últimos seis años el gobierno de XI Jinping se mueve sobre la base de un totalitarismo big data y un terrorismo WeChat, obsesionado por el control, que toma directamente como objetivo a la población online. A ello se añaden las medidas de reconocimiento facial, entre otras, como es bien conocido. Evidentemente, en este contexto sociopolítico, la virtud practicada por el Gobierno, y posibilitada por el sistema, es la opacidad. “Cuando escribo estas páginas- dice Zhangrun- en la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei, hay incontables personas que no pueden conseguir atención médica y han sido abandonadas en una soledad sin esperanza; pero ¿sabremos alguna vez cuánta gente ha sido condenada a una muerte prematura?”. El partido corta todas las fuentes de información que no sean las de su propaganda.
A mi juicio, resulta ilustrativo comparar esta situación de apuesta por la seguridad desde el control total y la opacidad, con el eco mundial y la transmisión s través de todos los medios de comunicación de las trágicas muertes de los ciudadanos negros George Floyd en Mineápolis y Jacob Blake en Kenosha, a manos de la policía estadounidense, con una diferencia de unos meses, que provocaron protesta mundiales. Sin duda, los terribles sucesos son una muestra de esa tendencia al racismo que algunos grupos llevan entrañada y de la aporofobia que alcanza a todos los seres humanos. Es, por desgracia, un fenómeno universal. Y viene a recordarnos una vez más que el ciudadano igualitario, convencido de que las diferencias no pueden recalar en desigualdades injustas, no nace, sino que se hace, potenciando otras tendencias también naturales, como la compasión, a través de la educación y de las instituciones igualitarias.
Pero también conviene recordar que esa cultura democrática es la que permite en los países que la comparten, como Estados Unidos, a pesar de los populistas, protestar contra el abuso de poder en las calles y, sobre todo, en las instituciones; permite abrir un proceso de destitución contra el presidente de la nación, al que tiene que responder con algo más que tuits y bulos; permite saber que ha dado positivo en el test del coronavirus, con el que había practicado una política negacionista al comienzo. Y permite, mediante una votación, que deje de ser presidente y pase a ocupar su lugar Joe Biden, que fue el brazo derecho de un presidente negro, Barack Obama, a mi juicio, el mejor que ha tenido Estados Unidos desde hace mucho tiempo. Podrá Trump protestar cuanto quiera, e incluso lanzar a las turbas a ocupar el Capitolio para evitar ser sustituido por Biden. Se lo puede permitir porque vive en un país democrático, pero aquellos a quienes corresponde decidir no le han dado la razón, ha funcionado el Estado de derecho. Los disidentes chinos no pueden protestar porque no lo permite la opacidad totalitaria.
Ciertamente, para cuidar de la vida podría parecer que el autoritarismo es más eficiente que la democracia, que conviene apostar por la seguridad frente a la libertad. Sin embargo, lo cierto es que el autoritarismo no sólo es iliberal, no sólo atenta contra la libertad, no sólo es represor, sino que también es ineficiente para salvar vidas: oculta las muertes y abandona a su suerte- a su mala suerte- a los vulnerables. Algo que es urgente recordar cuando se está produciendo la tercera ola de autocratización, que alcanza a noventa y dos países, el 54% de la población global, según el V-Dem Institute. Cultivar un êthos democrático es imprescindible, desde la defensa de la dignidad de todas las personas, sin diferencia de edad, capacidad o estatus social.
Apostar por la seguridad frente a la libertad no es el camino para respetar los derechos humanos y caminar hacia la paz. La obediencia no es una virtud del ciudadano democrático que haya que cultivar. El autoritarismo y el totalitarismo son letales. Como bien dijo Alan Westin, “las dictaduras quieren un poder opaco y un ciudadano de cristal, mientras que las democracias prefieren un poder transparente y un ciudadano opaco, en el sentido de que sea favorecida su privacidad”.
El mejor camino consiste, pues, en no plantear dilemas, que es lo que desean los totalitarios de uno u otro signo, sino en encontrar soluciones para los problemas concretos. Y esas soluciones podrían sustanciarse en cuatro pasos:
- Fortalecer las democracias existentes promoviendo el impero de la ley, la separación de poderes y la responsabilidad de los representantes.
- Evitar que los Gobiernos hagan un uso político de la pandemia. Autores como Agamben alertan del riesgo de que los Gobiernos tomen medidas que les permitan tener las manos libres para gobernar por decreto ley y de que una ciudadanía temerosa esté dispuesta a dejar que se coarte su libertad buscando seguridad. Se cae así en un círculo vicioso perverso: la limitación de la libertad impuesta por los Gobiernos se acepta en nombre de un deseo de seguridad, inducido por los mismos Gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla.
- Atender a la noción de seguridad humana que proponía el informe
- del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo de 1994, según el cual la seguridad humana se logra a través del desarrollo de los pueblos, porque la humanidad está más protegida cuanto más desarrollada.
- Cultivar una ciudadanía madura y corresponsable, dispuesta a cumplir las indicaciones cuando viene avaladas por razones, no por motivos espurios y arbitrarios. La virtud del ciudadano democrático es, en este asunto, la autonomía corresponsable.
(Adela Cortina. Ética cosmopolita. Editorial Paidós Estado y Sociedad. 2021)